El puente del Carnicero: Aguas estancadas
Queridos amigos y amigas enfrika2 por fin podemos estrenar el nuevo mapa de League of Legends: El puente del Carnicero del parche Aguas estancadas.
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Es genial el nuevo look que se le ha dado al abismo de los lamentos. Parece que estuvieras en un bucanero de verdad: cañones, nuevas animaciones, objetivos, etcétera.
Aguas estancadas, acto 1
En este primer acto podrás elegir dos bandos diferentes: el de Twisted Fate o el de Graves. Para conseguir el icono deberás seguir una serie de pasos.
Aquí tenemos el proceso que debes seguir para conseguir cada uno de los iconos dentro de los dos bandos:
Si quieres el icono de Twisted Fate tienes que conseguir 25K de oro y 50 asistencias. Si por el contrario quieres el icono de Graves tendrás que conseguir una victoria en este nuevo mapa y 20 asesinatos. Los iconos que puedes elegir son los siguientes:
Estamos deseando que lleguen los demás actos para poder echarles un vistazo y así probarlos.
Aquí os dejamos la historia que compone este primer acto para que no os perdáis nada de nada de este nuevo modo de juego y lo que hay detrás de él.
Además, cuando juguéis en este nuevo mapa o cualquiera de los demás podréis ver el nuevo HUD que os adelantamos aquí hace unos cuantos días ¡A disfrutar del juego bucaneros!
Acto I ― Primera parte
Los muelles del matadero, El encargo, Un viejo amigo
Los muelles del matadero en la Ciudad de las Ratas; un nombre que no permite hacerse ilusiones sobre su olor.
Y sin embargo, aquí estoy, oculto en las sombras, respirando el hedor a sangre y bilis de las serpientes marinas abiertas en canal.
Me fundo más íntimamente con la oscuridad, tirando hacia abajo del ala de mi sombrero para cubrirme el rostro mientras miembros de los Garfios Dentados, armados hasta los dientes, se pasean amenazadoramente.
Son famosos por su brutalidad, estos muchachos. En una pelea limpia tal vez pudiesen conmigo, pero lo de la limpieza se me atraganta y tampoco he venido aquí a pelear. Esta vez no.
¿Qué me trae por aquí, a uno de los distritos más repulsivos de Aguas Estancadas?
La pasta. ¿Qué, si no?
Voy a jugármela en este encargo, pero con una paga así no podía dejarlo pasar. Y además, he estudiado el sitio de cabo a rabo para inclinar la balanza de mi lado.
No pienso perder ni un minuto. Quiero entrar y salir todo lo rápida y sigilosamente que pueda. Una vez el trabajito esté hecho, voy a recoger mi paga y a desaparecer antes de que amanezca. Si todo va bien, estaré a mitad de camino de Valoran antes de que alguien repare en que falta ese maldito chisme.
Los matones doblan la esquina del gigantesco matadero. Significa que tengo dos minutos antes de que den la vuelta. Tiempo de sobra.
La luna plateada se desliza tras un banco de nubes y sume el embarcadero en la sombra. Las cajas del trajín de la jornada yacen dispersas por el muelle. Es fácil ocultarse entre ellas.
Reparo en que hay vigías encaramados al techo del almacén principal, sus siluetas en ademán de guardia, ballestas en mano. Chismorrean a voz en grito, como pescaderas. Estos idiotas no me oirían ni aunque llevase cascabeles.
Creen que nadie es tan estúpido como para entrar aquí.
Un cadáver abotargado cuelga en lo alto, a la vista de todos, a modo de advertencia. Gira lentamente en la brisa nocturna que llega del puerto a medianoche. Es un espectáculo horripilante. Un anzuelo descomunal, de los que se usan para pescar grandes ejemplares, mantiene el cuerpo izado.
Avanzo sobre cadenas oxidadas que yacen exangües en la piedra húmeda y paso entre un par de grúas inmensas. Se usan para transportar a las gigantescas criaturas marinas al interior del matadero para su destripe. Son esas fábricas, que se yerguen inmensas y amenazadoras, la fuente del hedor abominable que lo impregna todo en este lugar. Voy a tener que comprarme ropa nueva cuando esto termine.
Al otro lado de la bahía, más allá de la emulsión de agua y entrañas de los muelles del matadero, un sinnúmero de naves permanece anclado, con sus faroles balanceándose mansamente. Uno de los navíos capta mi atención: un galeón inmenso de velas negras. Sé a quién pertenece ese barco. Todo el mundo en Aguas Estancadas lo sabe.
Me tomo un instante para relamerme. Estoy a punto de robarle al hombre más poderoso de la ciudad. Siempre hay un cierto placer en hacerle un corte de mangas a la muerte.
Como era de esperar, el almacén principal está a mejor recaudo que la virtud de una dama. Hay guardas apostados en cada entrada. Las puertas están cerradas con llave y atrancadas. Para cualquier otro, sería imposible colarse ahí.
Me interno a gachas en un callejón sin salida al otro lado del almacén. No tiene vías de escape y no es tan oscuro como me hubiese gustado. Si sigo aquí cuando la patrulla regrese, me verán por narices. Y si me ponen las zarpas encima, lo más a lo que puedo aspirar es una muerte rápida. Aunque lo más probable sería que me llevasen junto a él... y esa sería una forma de diñarla mucho más dolorosa y prolongada.
El truco, como siempre, es que no te pillen.
Entonces los oigo. Los matones regresan antes de tiempo. Solo tengo unos pocos segundos, como mucho. Me saco una carta de la manga y la deslizo entre los dedos; es tan natural como respirar. Esta era la parte fácil; el resto requiere su tiempo.
Dejo que mi mente vague hasta que la carta comienza a brillar. La presión se acumula en torno a mí, y a punto está de abrumarme con la promesa de todos los lugares posibles. Con los ojos entrecerrados, me concentro y visualizo dónde necesito estar.
Entonces siento ese retortijón tan familiar de la transferencia. El aire se desplaza y ya estoy en el almacén. Me he esfumado sin dejar apenas rastro.
Pero qué bueno soy.
Alguno de los Garfios Dentados de ahí fuera podría fijar la mirada en el callejón y reparar en una carta solitaria que cae al suelo, pero la probabilidad es mínima.
Me lleva un instante recomponerme. La débil luz de los faroles en el exterior se filtra por las grietas de las paredes. Mis ojos se adaptan.
El almacén está atestado de tesoros amontonados, provenientes de los doce mares: armaduras relucientes, arte exótico, sedas brillantes. Todo ello de valor considerable, pero no es lo que he venido a buscar.
Mi atención se centra en las puertas de carga, en la parte frontal del almacén, donde sé que hallaré el material recién llegado. Deslizo las yemas de los dedos sobre las diversas cajas de cartón y otros embalajes... hasta que llego a una pequeña caja de madera. Puedo sentir el poder que emana de su interior. Esto es a por lo que he venido.
Abro la tapa.
Mi botín se revela: un cuchillo de diseño exquisito que descansa sobre un lecho de terciopelo negro. Alargo la mano hacia él...
Clic-clac.
Me petrifico. Ese sonido es inconfundible.
Antes siquiera de que hable, sé a quién tengo detrás, en la oscuridad.
―T. F. ―dice Graves―. Hacía mucho tiempo.
Acto I ― Segunda parte
La espera, Reunión, Fuegos artificiales
Llevo horas aquí. Hay quien se aburriría después de permanecer quieto y de pie durante tanto tiempo, pero tengo mi furia para hacerme compañía. No pienso moverme de aquí hasta haber ajustado cuentas.
Bien entrada la madrugada, la víbora finalmente se deja ver. Aparece de improviso en el almacén, usando su truco de magia de siempre. Amartillo la escopeta, listo para ponerle las entrañas del revés. Aquí lo tengo por fin, después de tantos años buscando a esta rata traidora, con las manos en la masa frente a los cañones de Destino.
―T. F. ―le digo―. Hacía mucho tiempo.
Tenía preparado algo mejor para este momento. Es curioso cómo se me olvidó tan pronto lo vi.
Pero ¿T. F.? Su expresión no muestra nada. Ni miedo, ni pesar, ni un asomo de sorpresa. Ni tan siquiera con un arma cargada delante de sus narices. Que los dioses lo maldigan.
―Malcolm, ¿cuánto tiempo llevas ahí de pie? ―pregunta. La sorna de su voz me saca de quicio.
Apunto. Puedo apretar el gatillo y dejarlo más tieso que la mojama.
Debería.
Pero aún no. Tengo que oírselo decir. ―¿Por qué lo hiciste? ―pregunto, a sabiendas de que se limitará a retrucar con algo ingenioso.
―¿El arma es verdaderamente necesaria? Creía que éramos amigos.
Amigos, dice. El muy desgraciado me está vacilando. Todo lo que quiero es arrancarle esa cabezota presuntuosa, pero debo guardar la compostura.
―Veo que no has perdido un ápice de estilo ―dice.
Paso revista a los mordiscos de las criaturas acuáticas en mi ropa. Tuve que nadar para burlar a los guardias. Desde que juntó sus primeros cuartos, T. F. había cuidado en extremo su apariencia. No veo el momento de hacerlo cisco. Pero primero quiero respuestas.
―Dime por qué me dejaste en la estacada para que cargase con el muerto, o los pedacitos de esa cara bonita van a llegar al techo. Así es como hay que actuar con T. F.; si le dejas meter baza, te liará de tal forma que acabarás por no saber si tienes el culo abajo o sobre los hombros.
Esa capacidad para escurrirse fue muy útil cuando éramos socios.
―¡Diez malditos años en el Cajón! ¿Tienes la menor idea de lo que te hace eso?
No, no la tiene. Por una vez, se ha quedado sin salidas presuntuosas. Sabe que lo que me hizo estuvo mal.
―Me hicieron cosas que le hubiesen hecho perder la chaveta a cualquiera. Lo único que me mantuvo cuerdo fue la rabia. E imaginar este momento, aquí y ahora.
Y ahora sí, su réplica ingeniosa: ―Se diría que te mantuve vivo. Tal vez debieses agradecérmelo.
Con esa sí logra tocarme la moral. Estoy tan furioso que apenas puedo ver. Está tratando de provocarme. Entonces, cuando la rabia me ciegue, hará su truquito de siempre y se esfumará. Inspiro hondo y no muerdo el anzuelo. Le desconcierta que no haya entrado al trapo. Esta vez voy a obtener respuestas.
—¿Cuánto te pagaron para venderme? —gruño.
T. F. se queda donde está, sonriendo, tratando de ganar tiempo.
—Malcolm, me encantaría tener esta conversación contigo, pero ni el lugar ni el momento son muy oportunos.
Cuando ya casi es demasiado tarde, me percato de la carta que baila entre sus dedos. Despierto del trance y aprieto el gatillo.
BLAM.
Adiós a su cartita. Y a punto he estado de arrancarle también la maldita mano.
—¡Idiota! —me espeta—. Por fin le he hecho perder la compostura. —¡Acabas de despertar a toda la condenada isla! ¿Tienes idea de a quién pertenece este sitio?
Me da igual.
Amartillo el arma para un segundo disparo. Apenas veo sus manos moverse y las cartas comienzan a explotar a mi alrededor. Respondo con un disparo, sin estar seguro de si lo quiero muerto o solo casi muerto.
Antes de localizarlo de nuevo entre el humo, la furia y las astillas de madera, alguien abre una puerta de una patada.
Una docena de matones entran con estruendo, por si fuese poco ya el jaleo.
—Bueno, ¿de verdad quieres hacer esto? —pregunta T. F., presto a arrojarme otro puñado de cartas.
Asiento y lo encañono firmemente con la escopeta.
Es hora de ajustar cuentas.
Acto I ― Tercera parte
Trucos de cartas, Alarma, Juego de manos
En un tris, las cosas se ponen feas. Pero feas, feas.
Todo el condenado almacén está hasta arriba de Garfios Dentados, pero a Malcolm le trae sin cuidado. Tengo toda su atención.
Adivino el siguiente disparo de Graves y me aparto. El estruendo de su escopeta es ensordecedor. Una de las cajas explota una fracción de segundo después de pasar yo junto a ella.
Ya no me cabe duda de que mi antiguo socio está intentando matarme.
Al tiempo que salvo con un salto mortal una pila de marfil de mamut, le lanzo un trío de cartas en un abrir y cerrar de ojos. Antes de que lo alcancen siquiera, ya estoy agachándome tras un parapeto, buscando una salida. Solo necesito unos pocos segundos.
Malcolm maldice estentóreamente, pero las cartas no harán sino entorpecerlo. Siempre ha sido duro de roer. Y testarudo. Nunca ha sabido dar el brazo a torcer.
—No vas a escabullirte de esta, T. F. —gruñe—. Esta vez, no.
Sí, sigue siendo más terco que una mula.
No obstante, se equivoca. Como de costumbre. Voy a salir de aquí en cuanto se me presente la ocasión. No sirve de nada hablar con él cuando quiere cobrarse una pieza.
Otro fogonazo y la metralla rebota en una armadura de Demacia de valor incalculable, incrustándose en las paredes y el suelo. Me lanzo a derecha y a izquierda, zigzagueando y fintando, volando de parapeto en parapeto. Me pisa los talones, la escopeta eructa en sus manos al tiempo que él ruge amenazas y acusaciones. Graves se mueve rápido para lo grande que es. Ya casi se me había olvidado.
Tampoco es el único problema que tengo. El muy imbécil nos ha metido en un jaleo de los buenos con sus disparos y sus voces. Los Garfios Dentados se nos han echado encima, pero son lo suficientemente listos para dejar a algunos hombres atrancando las puertas principales.
Tengo que salir por patas... pero no me voy a marchar de aquí sin lo que vine a buscar.
He llevado a Graves danzando tras de mí por todo el almacén y llego al punto donde iniciamos nuestro alegre baile un instante antes que él. Algunos Garfios se interponen entre mi botín y yo, y hay más en camino, pero no tengo tiempo que perder. La carta en mi mano despide un fulgor rojo y la lanzo justo al centro de las puertas del almacén. La detonación las arranca de sus bisagras y deja Garfios tirados por todas partes. Avanzo.
Uno de ellos se recupera antes de lo que esperaba y trata de golpearme con un hacha de mano. Esquivo el golpe y lo pateo en la rodilla, al tiempo que lanzo otra andanada de cartas a sus compinches para que se estén quietecitos.
Ya con vía libre, le echo la zarpa a la daga ornamental que me han contratado para robar y la engancho al cinto. Después de todo este jaleo, por lo menos que me paguen.
Las puertas de carga me tientan, abiertas de par en par, pero los condenados Garfios están amontonándose ahí. No hay ninguna vía de escape, de modo que me encamino hacia la única esquina en calma en esta jaula de grillos.
Una carta baila en mis manos mientras me preparo para la transferencia, pero justo cuando mi mente comienza a vagar aparece Graves, acosándome como un perro rabioso. Destino se encabrita en sus manos y el disparo deja a un Garfio Dentado hecho trizas.
La mirada furiosa de Graves se fija en la carta que resplandece en mi mano. Sabe lo que significa y me encañona con la escopeta humeante. Me obliga a moverme, interrumpiendo mi concentración.
—No puedes correr eternamente —grita a mi espalda.
Por una vez, no está actuando como un imbécil. No me está dando el tiempo que necesito.
Está impidiéndome hacer mi juego, y la idea de que esos Garfios puedan echarme el guante empieza a pesarme. Su jefe no es conocido por su piedad.
Entre los otros muchos pensamientos que se agolpan en mi cabeza, toma forma la sospecha de que me han tendido una trampa. Me llega de la nada un trabajito facilón, un golpe de los grandes justo cuando más lo necesitaba... y oh, sorpresa, ahí está mi viejo socio esperándome. Alguien mucho más inteligente que Graves me está tomando por tonto.
Ya soy mayorcito para pifiarla así. Me daría de bofetadas por haber sido tan descuidado, pero hay un muelle repleto de sicarios dispuestos a hacerme ese favor.
Ahora mismo, lo único que importa es salir de aquí a toda pastilla. Dos fogonazos de la maldita escopeta de Malcolm me obligan a escabullirme. Mi espalda choca contra una polvorienta caja. Un dardo de ballesta se incrusta en la madera podrida tras de mí, a tres dedos sobre mi cabeza.
—No hay salida, chaval —grita Graves.
Echo un vistazo en derredor y veo cómo el fuego de la explosión comienza a extenderse al techo. Puede que tenga razón.
—Nos han traicionado, Graves —le grito.
—Fue a hablar el experto —replica.
Intento razonar con él.
—Si trabajamos juntos, podemos salir de esta.
Debo de estar desesperado.
—Prefiero que muramos ambos antes que volver a confiar en ti —gruñe.
Justo lo que me esperaba. Razonar con él no hace sino ponerlo más furioso todavía, que es justo lo que necesito. La distracción me da tiempo suficiente para transferirme fuera del almacén.
Puedo oír a Graves rugir en el interior. Sin duda, acaba de plantarse donde yo estaba para encontrarse con que he desaparecido. Solo queda una carta en el suelo, burlándose de él.
Lanzo una andanada de cartas a través de las puertas de carga a mi espalda. Se acabó el tiempo para las sutilezas.
Por un instante, me siento mal por dejar a Graves en un edificio en llamas, pero sé que eso no lo matará. Es demasiado testarudo. Además, un incendio en los muelles es un asunto muy grave en una ciudad portuaria. Tal vez me dé algo de tiempo.
Mientras busco la manera más rápida de salir de los muelles del matadero, el sonido de una explosión me hace echar la vista atrás.
Graves aparece a través del agujero que acaba de abrir en el lateral del almacén. Su mirada es homicida.
Le saludo inclinando el ala del sombrero y salgo corriendo. Viene tras de mí, con la escopeta retumbando.
La verdad es que la determinación de ese tipo es digna de admiración.
Con suerte, su persistencia no me matará esta noche.
Acto I ― Cuarta parte
El delicado arte de la talla en hueso, Una lección de fuerza, Un mensaje
Los ojos del rapaz permanecían abiertos y aterrados mientras lo conducían a los aposentos del capitán.
Eran los gritos de agonía que emanaban de la puerta al final del corredor los que estaban haciéndole arrepentirse. Toda la tripulación del Heraldo de la Muerte podía oír los alaridos que resonaban a lo largo y ancho de las claustrofóbicas cubiertas del inmenso navío de guerra negro, y así debía ser.
El contramaestre, cuya cara era una red de cicatrices, posó una mano tranquilizadora sobre el hombro del muchacho. Se detuvieron ante la puerta. El niño hizo una mueca ante un nuevo gemido torturado proveniente del interior.
—Componte —dijo el contramaestre—. El capitán querrá oír lo que tienes que decir.
Entonces, golpeó fuertemente la puerta. Un instante más tarde la abría un bruto descomunal con tatuajes faciales y una hoja curva y ancha atada de través a la espalda. El muchacho no oyó las palabras que intercambiaron los dos hombres; su mirada estaba fija en la fornida figura sentada de espaldas a él.
El capitán era un hombre enorme, de mediana edad. Su cuello y hombros eran gruesos como los de un toro. Estaba arremangado y sus antebrazos estaban empapados de sangre. Un abrigo rojo colgaba de una percha cercana, junto a su tricornio negro.
—Gangplank —musitó el muchacho, su voz cargada de miedo y asombro.
—Capitán, me imaginaba que querrías oír esto —dijo el oficial.
Gangplank no dijo nada, ni se giró siquiera, todavía absorto en su tarea. El marinero de las cicatrices empujó levemente hacia delante al zagal, que trastabilló antes de recobrar el equilibrio y avanzar arrastrando los pies. Se acercó al capitán del Heraldo de la Muerte como si lo hiciera al borde de un acantilado. Su respiración se aceleró al ver de frente en qué se estaba ocupando el capitán.
Sobre el escritorio de Gangplank había palanganas con agua ensangrentada, además de un juego de cuchillos, ganchos y relucientes utensilios quirúrgicos.
Un hombre yacía sobre el banco de trabajo del capitán, atado con recias correas de cuero. Solo su cabeza permanecía libre. Miraba a su alrededor con salvaje desesperación y el cuello tirante, el rostro cubierto de sudor.
La mirada del muchacho se dirigía inexorablemente hacia la pierna izquierda del hombre, completamente despellejada. Se dio cuenta de repente de que no podía recordar qué había ido a hacer allí.
Gangplank dio la espalda a sus quehaceres para contemplar al visitante. Sus ojos eran tan fríos e inertes como los de un tiburón. Sostenía una hoja delgada en una mano, delicadamente cogida entre sus dedos, como si fuese un pincel fino.
—La talla de huesos es un arte en vías de desaparición —dijo Gangplank, devolviendo la atención a su labor—. Pocos tienen la paciencia para ello hoy en día. Lleva su tiempo. ¿Ves? Cada corte tiene su función.
El hombre permanecía vivo de algún modo a pesar de la herida abierta de la pierna, con la piel y la carne retiradas del fémur. Paralizado por el horror, el chaval vio los intrincados diseños que el capitán había tallado sobre aquel hueso: tentáculos enroscados y olas. Era un trabajo delicado, incluso hermoso. Lo cual lo hacía más horripilante aún.
El lienzo viviente de Gangplank sollozó.
—Por favor... —gimió.
Gangplank ignoró la patética súplica e hincó el cuchillo. Vació una copa de whisky barato sobre su obra para limpiar la sangre. El alarido del hombre amenazaba con rasgarle la garganta, hasta que cayó en una piadosa inconsciencia y los ojos se replegaron en las cuencas. Gangplank gruñó con repugnancia.
—Recuerda esto, muchacho —dijo—. En ocasiones, incluso aquellos que te son leales olvidan cuál es su sitio. A veces, es necesario recordárselo. El verdadero poder consiste en cómo te ven los demás. Un asomo de debilidad, siquiera por un instante, y estás acabado.
El muchacho asintió, su rostro completamente descolorido.
—Despiértalo —dijo Gangplank, haciendo un gesto hacia el hombre inconsciente—. Toda la tripulación necesita oír su canción.
Mientras el cirujano del navío se acercaba, Gangplank desvió la mirada de nuevo hacia el niño.
—Veamos. ¿Qué es lo que querías decirme?
—U-un hombre —dijo el muchacho con voz entrecortada—. Un hombre en los muelles de la Ciudad de las Ratas.
—Continúa —dijo Gangplank.
—Intentaba que no lo vieran los Garfios. Pero yo sí lo vi.
—Ajá —murmuró Gangplank, al tiempo que comenzaba a perder interés. Volvió a su labor.
—No te detengas, chaval —le instó el contramaestre.
—Jugueteaba con una baraja de cartas muy rara. Brillaban y todo.
Gangplank se levantó de la silla como un coloso emergiendo de las profundidades.
—Dime dónde.
La cinta de cuero de su bandolera chirrió mientras la ceñía.
—Junto al almacén, el grande al lado del matadero.
El rostro de Gangplank adquirió una tonalidad carmesí mientras se enfundaba el abrigo y recuperaba el sombrero de la percha. Sus ojos relampagueaban a la luz de los candiles. El niño no fue el único en retroceder cautamente un paso.
—Dadle al niño una serpiente de plata y una comida caliente —ordenó el capitán al contramaestre mientras se encaminaba a grandes trancos hacia la puerta del camarote.
—Y manda a todo el mundo a los muelles. Tenemos trabajo que hacer.
¿Qué os parece este nuevo mapa? ¿Os gusta la historia que hay detrás de él?
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